Cuando pensamos en la palabra trastorno, lo que nos permite definir algo tan difuso suele tener que ver con la adaptación. Es decir, aquellos comportamientos adaptados, que no dan problemas ni a uno mismo ni al entorno, se consideran funcionales; los que no, son disfuncionales, es decir, trastornos psicológicos.
Aunque la psicología sea una ciencia joven, la clasificación como normal o anormal es algo histórico, humano, arraigado en nuestra naturaleza más profunda. De manera instintiva parecemos organizar grupos, incluyendo a los normoadaptados dentro (aquellos que cumplen con las normas de cada momento) y marginando o etiquetando como locos, herejes o endemoniados a los que se salen de la norma.
Es pues cada grupo social de cada momento histórico quien nos da la pauta para hacer un diagnóstico. Los propios psicólogos nos guiamos por esta tendencia o moda del momento para decidir si alguien es o no problemático. Normalmente además, solemos incluir la vivencia del sufrimiento como un criterio clínico; aquello que hace sufrir, es susceptible de ser tratado.
Sin embargo, ¿Qué está pasando con el psicodiagnóstico infantil? ¿Quién determina si un comportamiento en la infancia es funcional o no? Habitualmente, en psicoterapia nos vemos abordados por demandas terapéuticas variopintas, que no suelen venir de los propios niños, si no de los padres. Comportamientos que se salen de la norma; desadaptativos para el grupo de referencia, y por lo tanto, susceptibles de etiquetarse como trastornos.
Cuando un niño no hace lo que se espera de él, se diagnostica. ¿Esto es sensato? ¿o justo? Cuando un niño no aprueba, no atiende, no se está quieto, es agresivo, juega demasiado, no obedece órdenes, se salta normas, no regula sus impulsos más animales, tiene miedo, se hace pis o caca… le ponemos un nombre y lo llamamos trastorno.
Pero, ¿nos planteamos si más bien es que esas demandas provienen de entornos exigentes y desadaptativos? Cuando un niño no aprueba (exámenes imposibles y tediosos para su edad en un sistema educativo prusiano sin sentido), no atiende (durante un tiempo prolongado que supera sus recursos atencionales como niño) no se está quieto (cuando se le exige quedarse sentado con 6 años durante 1 hora sin moverse, cual tortura inquisidora), es agresivo (esto es, no inhibe una emoción natural y sana que está aprendiendo a regular como parte de su desarrollo), juega demasiado (en un entorno exigente que no le permite aprender ni expresarse a través del juego, medio natural para los niños), no obedece órdenes y se salta normas (muchas de ellas arbitrarias, ridículas y sin sentido), no regula sus impulsos más animales (como ser humano en desarrollo sin corteza prefrontal madura, la que permite dicha regulación), tiene miedo (y lo expresa sin que nadie en su entorno sepa qué hacer con ese miedo, natural y adaptativo en un ser humano tan pequeño e indefenso), se hace pis o caca (de nuevo, como niño en desarrollo que dejará de hacerlo tarde o temprano…) ¿Es un niño realmente enfermo? ¿O podríamos pensar que no es en ellos en quién reside la patología?
Muchos niños no cumplen las expectativas de sus padres o del entorno escolar. Esperan de ellos más de lo que pueden dar, y al no darlo, se señala como un problema de adaptación. Pero tal vez deberíamos diagnosticar las exigencias como los verdaderos trastornos. La obligación de dejar de ser seres humanos es lo que realmente genera sufrimiento; y no la conducta humana no controlada. Es el “salirse del tiesto” lo que repercute en castigo social, y por lo tanto, comienza a ser algo angustioso que genera malestar. Pero si el entorno es laxo, o al menos algo laxo, este comportamiento se dará, no generará sufrimiento y con el tiempo, se conseguirá regular.
Es el adulto ciego, insensible y antipático con las necesidades del niño quien debería revisar sus exigencias. Y el entorno que valida dicho comportamiento, que refuerza el castigo a la conducta natural y que impide que el ser humano se desarrolle en armonía con sus propias necesidades.
La psicopatología siempre requiere vivencia subjetiva de sufrimiento excepto en un tipo de diagnóstico; hay un grupo de problemas, que solemos clasificar como “antisociales” que no suelen generar sufrimiento propio. Pero sí en el otro. ¿No será esta hiperexigencia con la infancia una versión de este problema? Pienso en colegios, en aulas con profesores malhumorados, enfadados porque niños de 8 años no cumplen esas normas, deberes y demás exigencias que tienen las aulas de este ¿siglo XXI? Pienso en esos adultos sintiéndose retados por niños pequeños, que aunque parezcan personas adultas, evidentemente aún no lo son. ¿Quién tiene el problema? ¿Quién está siendo “disfuncional” cuando mira a un niño pequeño gritando o moviéndose y le llama trastornado?
La psicología, y con ella el estudio de la psicopatología es un campo aún en desarrollo. Como los niños, aún somos ciencia joven y por madurar. Sabemos que el diagnóstico y etiquetaje, y máxime en salud mental, es algo tan variable como la época y entorno en el que uno vive. Es por ello que reflexionar y generar crítica con los sistemas diagnósticos debería seguir siendo una necesidad tan imperiosa como su propia creación.
Artículo escrito por Nerea Bárez