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¿Alguna vez te has preguntado de donde sale eso que oyes en tu interior, esa voz de persona sabia que dice cosas como “no deberías”?

Imaginemos un lugar.  Pensemos en una estructura complicada, un laberinto de puertas y pasadizos que llevan a habitaciones llenas de estanterías, cajones, tableros de corcho, pantallas de cine, reproductores de audio,  etc… Un sinfín de soportes para cada tipo de modalidad sensorial, distribuidos en un número infinito de estancias.  Con un aparente desorden, pero una lógica que permite conectarlas, habría en esa gran estructura dos tipos principales de habitaciones. En unas, la puerta tiene una fecha. En otras, la puerta tiene un nombre. Cada tipo de habitación, guarda contenidos diferentes. A veces, el contenido se duplica, aunque el soporte es diferente. Encontramos un libro en una habitación que cuenta una historia similar a una película que se está reproduciendo en la habitación contigua. Alguien que llegue allí sin mucha idea de donde se encuentra pensaría que está ante un lugar abandonado, caótico, donde vivió alguien que descuidó lo que allí guardaba y lo dejó para que se perdiese en el olvido. Sin embargo, si esa persona se quedase allí un rato, observaría como el lugar tiene vida propia. Cada cierto tiempo, las habitaciones se mueven, aparecen puertas cercanas con nuevos carteles, y dentro de cada estancia, se apagan y se encienden vídeos, se caen libros y se colocan otros en su lugar, se añaden páginas nuevas a algunos, emergen fotos en los corchos de las paredes… Sin que nadie de la orden, aquella estructura con vida propia se autoorganiza.

Hemos dicho que habría dos clases de puertas. En las puertas con fecha, se guardan historias. Narraciones completas de historias vividas de principio a fin. Cuentos con un claro protagonista al que le pasan cosas, algunas más aburridas, otras más emocionantes. Son cuentos que se narran en primera persona; el protagonista es quien redacta su propio  cuento, y luego éste aparece ordenado y colocado en alguna estantería de la estancia.

En las otras habitaciones se guardan conocimientos. Son datos, frases, refranes, canciones, historias (contadas éstas por segundas voces)… Información valiosísima, el conocimiento de la cultura. Sería algo así como habitaciones museo, llenas de tesoros históricos que alguien en algún lugar construyó, o que alguien en algún lugar contó. Son los cuentos de los demás.

Pues bien, imaginemos ahora que esa maravillosa estructura es nuestra memoria. Ese espacio simbólico en nuestro cerebro que contiene todo lo que sabemos. Todo nuestro conocimiento, almacenado en miles y miles de estancias que se van autogenerando y autoorganizando.

Pensemos ahora que estamos a punto de tomar una decisión. Hemos comido en un restaurante y nos disponemos a pedir el postre. El camarero se acerca y nos ofrece dos opciones: helado o café. Decisión fundamental. Grandes cosas se ponen en juego, por lo que la decisión no debería ser tomada a la ligera. Una criatura vive dentro de aquella estructura, y  cuando debemos decidir, se pone en acción. Escoge la categoría a buscar, en este caso “helado” y corre a buscar todas las habitaciones donde haya algo relacionado con los helados. Tenemos estanterías llenas en numerosas habitaciones con fechas de prácticamente cada año de los últimos 20 o 30 o 50….  Multitud de cuentos donde se narran historias sobre el maravilloso sabor de los helados, todos ellos contados en primera persona. El guardián elegiría helado, sin duda. Sin embargo, tenemos en varias salas documentos manuscritos y varias proyecciones en pantallas. Hay cosas escritas como “el helado tiene grasa”, que hacen que el guardián desconfíe por momentos. En otra sala, hay escrito también “el café ayuda a mantenerse despierto” y sabemos que eso vendría bien, puesto que espera una larga tarde de trabajo. Información contradictoria que hace que el guardián dude unos instantes. Recoge todos estos datos, y los envía al lugar donde el cerebro toma decisiones, para que sean los de allí quienes tengan que decidir. Allí, deberán debatir si la experiencia propia de haber tomado helado es más relevante que la información adquirida que nos informa de los beneficios de no tomarlo.

Estamos ante un debate entre nuestra memoria autobiográfica (la que recoge nuestras propias vivencias) y la memoria semántica (la que recoge los conocimientos adquiridos). Son dos fuentes de conocimiento trascendentales y en ocasiones, envían información contradictoria.

Así, si vamos a tomar el helado y una voz en nuestro interior dice “no deberías, que estás a dieta” podemos pensar que en nuestra memoria semántica la voz de otros nos está diciendo lo que tendríamos que hacer. Si nos fiamos de esa voz, más que de la propia, estamos indudablemente haciendo caso a los demás. No es que esto sea malo (a veces los demás conocen cosas que uno no sabe) pero descubrirlo también aumenta nuestro propio criterio para decidir.

Y bien… ¿Qué hacemos pues? Si finalmente elijo tomar el helado, estaré sin duda haciendo caso a mi propio impulso; mi voz, la de mi experiencia, la que me dice simplemente que me coma eso que sé que está bueno. Si me lo como me quedaré a gusto, pero seguro que me sentiré culpable. Esa vocecilla interna me dirá “no deberías haberlo hecho”. He ignorado el saber colectivo. He ignorado la voz de los otros.

Pero, ¿y si lo hago al contrario? Seguro que me dará rabia no haberme podido comer el helado que tanto me apetecía.

Grandes conflictos surgen de esta cuestión. Saber tanto y de formas tan distintas, aumenta nuestro conocimiento con un sinfín de posibilidades. Pero también aumenta la fuente de indecisiones. Con algo más de conocimiento en tu memoria semántica tras leer este artículo, ¿podrías volver a hacer caso a ese “debería” sin más? O a partir de ahora pensarás… ¿de quién es en realidad esa vocecilla que se reproduce ahora en mi cabeza?

Artículo escrito por Nerea Bárez