Seleccionar página

Abrí los ojos pero no podía ver con nitidez. Notaba algo que oprimía, un calor doloroso en mi cuerpo que me hacía sentir muy mal. No sabía lo que era, ni como calmarlo. Solo sabía que dolía y sin poder aguantarlo más, comencé a gritar. Grité y grité, esperando que algo viniera y mitigara esa insoportable sensación. Agité mis manos… aunque apenas sabía donde estaban. Esa niebla oscura me envolvía, algo me aprisionaba y aunque quería, no podía andar, no podía moverme del sitio.

Gritaba y gritaba, gemía, lloraba, sollozaba… la desesperación iba creciendo por momentos, luchando por salir y haciendo que el poco aire que conseguía entrar, apenas sirviera para oxigenarme.

Y cuando estaba a punto de rendirme… cuando todo me indicaba que debía parar y resignarme porque esa ayuda no vendría… Noté algo cálido que me cogía. Una sensación suave, en mi cuerpo, un sonido amable y tranquilizador, que comenzó a moverme y sacarme de ese estado insoportable. Fue magia. En pocos segundos, estuve bien. Y entonces lo vi. Ví que era. Vi esa cara dulce, maravillosa, esos dos ojos y esa boca que tanto amor me trasmitía, y que me hacía sentir que estaría bien pasara lo que pasara. Era mi madre.

Y yo era solo un bebé.  Y sabía que con el tiempo, olvidaría esa experiencia, porque mi memoria aún no podría almacenarlas como para luego ser recordadas, aunque sin duda algo de esas sensaciones quedaría. Pero me pregunto qué habría pasado si ella no hubiera hecho esto todas las veces que lo hizo. ¿Y si hubiera ignorado mis llantos? ¿Y si me hubiera regañado o pegado por gritar? ¿Y si hubiera entendido que esos chillidos sin duda insoportables eran algo que debía calmarse solo? ¿Que habría sido de mi? Tal vez habría entendido que no mi dolor no podría ser calmado. Habría perdido esa sensación de seguridad, de calma ante la adversidad que ahora tengo. Habría sentido que mis quejas no sirven para nada. Habría aprendido todo eso, pero al no poder hablar, jamás habría podido contarlo. Y simplemente, sentiría soledad, habría aprendido a ignorar mis estados, por miedo a no poder soportarlos. Habría aprendido que el dolor es inconsolable….

Menos mal que no fue así.

Artículo escrito por Nerea Bárez, (psicóloga)