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Esta pregunta tan sencilla es algo que no se hace todo el mundo. Observo sorprendida como la gente no ha pensado seriamente en ello, o si lo ha hecho, la respuesta es en muchos casos un compendio de motivaciones patológicas.

Lo que suele suceder es que la motivación básica que guía este acto es tan primitiva, tan instintiva, que no podemos casi ni detectarla. Simplemente nuestra biología nos impulsa a ello. Necesitamos reproducirnos. Es la manera más lógica y evidente de trascender.
Existe un problema básico en el ser humano: somos conscientes de que estamos vivos. Esto, que por un lado nos da una seña distintiva del resto de animales, estoy segura de que en realidad es una errata de la evolución. Un fleco suelto, un problema aún sin resolver. Para poder socializarnos adecuadamente la evolución nos ayudó a desarrollar lenguaje, memoria autobiográfica y por lo tanto, autoconciencia. Sabemos quiénes somos, tenemos noción del tiempo, podemos reflexionar sobre nuestra propia vida… y por lo tanto, sobre nuestra futura muerte. Y esto nos impulsa a hacer cosas de lo más absurdas, todas ellas orientadas a controlar un futuro incierto, o al menos a prolongar lo máximo posible la vida. Entre otras cosas, intentamos trascender. Es decir, dejar algo, permanecer, que se nos recuerde, que sintamos que no vamos a morir… Ese impulso es natural, y en el ser humano está rodeado de explicaciones, planes y complicaciones que intentan conseguirlo en primera persona. Sin embargo, cualquier otra especie tiene una única manera de lograr esto: reproducirse.
Y nosotros, pese a todo este ruido que llena nuestra mente y que trata de distraernos proporcionándonos formas alternativas de conseguir el objetivo, tenemos muy al fondo la necesidad básica y última de construir una pequeña réplica nuestra que logre esta ardua tarea: perpetuarnos.

Bien, tras ponerme tan excéntrica con el argumento anterior (y esperando no haber perdido a muchos que hayan considerado estos párrafos algo biologicista, reduccionista, descreído o falto de espiritualidad) paso ahora a concentrarme en los argumentos más superficiales. Los que podemos ver y pensar habitualmente, sin escarbar demasiado en los estratos profundos de nuestra mente.
Tenemos algunos motivos en el repertorio que nos decimos ante la idea de ser padres. Notamos ese picorcillo en las entrañas que proviene del instinto de reproducción, y como buenos humanos enmarañados que somos, lo mezclamos con otras motivaciones, le ponemos palabras y ¡voila! Surgen cosas tan variopintas como las siguientes:
– Quiero tener a alguien a quien cuidar.
– Quiero tener a alguien que me cuide.
– Me gustan los niños o se me dan bien los niños.
– Quiero tener algo de mi pareja.
– Quiero ver cómo sería una versión nueva de mí mismo.
– Quiero darle una alegría a mis padres.
– Quiero darle una alegría a mi pareja (que quiere tener hijos)
– Quiero hacer lo que me toca.
Muchos de estos motivos son, discúlpeme el lector que se reconozca en ello, bastante disfuncionales.
En la dimensión “cuidar – que me cuiden” podemos encontrar respuestas que en realidad provengan de motivaciones muy diferentes a las de la paternidad. Sin duda, el hecho de tener un niño activa nuestro repertorio de conductas orientadas al cuidado. Lo que llamamos en psicología el sistema de cuidados, que es complementario al sistema de apego que trae el niño.Sin embargo, este repertorio es una consecuencia y no una causa. Quien quiere tener hijos solo para poner en marcha sus capacidades como cuidador, es posible que esté intentando hacer algo que le satisface y beneficia en su vida cotidiana, como es cuidar o ayudar a otros. No tiene nada de malo esto, por supuesto que hacer algo que a uno le satisface es un derecho básico otorgado por el hecho de existir. Pero sí puede ser un problema no darse cuenta y actuar desde un supuesto altruismo cuando en realidad es a uno a quien se ayuda “cuidando”. Por ponerme un poco dramática, imaginemos una madre de un muchacho de 25 años que se siente plena cuidando a otros… y que tiene ante sí a un hombre que ya no necesite ni quiere ser cuidado. Entramos en un conflicto muy potente, básico y muy frecuente en la relación padres hijos: el polluelo quiere volar del nido y la mamá se resiste a permitirlo. Podemos imaginar la cantidad de problemas que vienen después… o bien una madre que deja volar pero se queda sufriendo el complejo de “nido vacío” o bien un chico que no consigue irse, víctima de un chantaje emocional inconsciente que no puede “abandonar” a su madre cuidadora… que necesita cuidarle eternamente. Recuerdo, advertí que iba a ponerme dramática. Evidentemente, querer cuidar a un bebé está muy lejos de este desfase de necesidades que si ocurre, llegará muchos años después de haber tenido a la criatura. Sin embargo, más vale prevenir, y darse cuenta de esto a tiempo, puede ahorrar varios disgustos a varias generaciones.
Lo mismo sucede, y aún de manera más retorcida, si lo que uno desea es tener a alguien que le cuide. En un espacio lo sano y lo patológico se unen con esta motivación. Claro que un hijo nos va a querer, pase lo que pase además. Hagamos lo que hagamos y seamos como seamos, ese bebé nos va a necesitar más que a nada en el mundo. Nuestro niñito lanzando sus bracitos en busca de mamá cuando un extraño le ha cogido en brazos, supone un alimento para el ego de cualquier madre. Ay, mi niño como que quiere… Y por supuesto disfrutamos de esto. De un bebe sano que quiere y necesita a una mamá sana que no pierde de vista quien es el adulto y quien debe cuidar a quien. Pero si esto se descontrola un poco, y mamá necesitaba en realidad ser cuidada… podemos caer en un recurrente en muchas familias: una inversión de roles. Unos padres que piden a sus hijos los cuidados que no recibieron ellos como niños, y que por lo tanto, le colocan en un perverso juego imposible de resolver saludablemente.
Para quienes tienen hijos solo porque les gustan los niños les haría una pregunta de lo más básica ¿hasta qué edad te van a gustar entonces tus hijos? Recordemos que cuando tenemos hijos, no tenemos niños… tenemos personas que durante un tiempo tienen forma de bebé, luego pasan a niño, luego a joven y luego a ser humano adulto, posible individuo con 2 metros de altura si le hemos alimentado bien y con voz y barba de vikingo. A esas mamás que tuvieron hijos por su adoración a los niños, ¿en qué momento va a decepcionarles el crecimiento de sus criaturas? ¿En qué momento sufrirán diciéndose “que pena que crezca mi bebé”? ¿Cuándo notará ese hijo su rechazo por dejar de ser un niño entrañable y dependiente? Ojo con esta motivación aparentemente inocente, que detrás puede esconder una auténtica amenaza.
Querer tener algo de mi pareja o algo mío no tiene porqué ser excesivamente disfuncional; no si por supuesto se hace consciente y el papá o mamá no se deprime cuando observa que su hijo no es una auténtica réplica, sino un nuevo ser con nuevos pensamientos, nuevos deseos y motivaciones. Alguien que no va a repetir lo que hizo quien le tuvo, y con suerte, será bien diferente (que aburrida sería la evolución si de una generación a otra nada cambiase… el concepto se desviaría desde la reproducción a la mera clonación). El problema aquí es que si la motivación es esta, las expectativas pueden ser de lo más narcisistas. Y el pobre niño será un ser destinado a decepcionar a sus papás por no cumplir con los estándares de repetición que éstos ha colocado.
Por último, agruparía en uno aquellas motivaciones relacionadas con “dar alegrías” a otras personas o cubrir con lo que toca. Estos motivos son igualmente válidos, cómo no. Pero suponen casi hacer un sacrificio por alguien. Un regalo para los dioses como en las leyendas recogidas en cuentos como la Biblia, las historias mitológicas o la canción “hijo de la luna” de Mecano. A cambio del amor del otro (o de la sociedad) entrego a esta criatura a quien en realidad yo no deseo. Adaptación garantizada, aceptación lograda. Pero hemos creado un nuevo ser que viene para ser moneda de cambio. Los peligros de este asunto radican en el sacrificio: nada que se haga de forma sacrificada se desea por sí mismo. En el futuro, ese niño sin duda recibirá, en momentos de rabia y decepción, mensajes directos o subliminales con un fondo de lo más cruel “yo no te quería tener”.
En definitiva, somos vulnerables a dejarnos llevar por ese trozo de mente inconsciente que actúa como motor y que salvo que nos esforcemos en descubrir, se mueve a la sombra. Es importante hacer consciencia de porqué quiero tener un hijo antes de tenerlo. Aunque existan muchas motivaciones peligrosas, creo que tras todo esto sí que existe un buen motivo, pero que no siempre gusta. Quiero tener un hijo porque quiero tener un hijo. No lo hago por nadie, para nadie. Ni si quiera para él. No traigo una vida a este mundo por altruismo. Nadie tendrá nada que agradecérmelo, ni si quiera mi propio hijo. Lo hago porque quiero, por mí y para mí. Porque quiero ser madre o padre. Porque quiero vivir eso, porque quiero morir y sentir que he trascendido un poquito. Porque no maquillo nada más mis instintos más primarios. Porque soy un ser humano que consciente elijo consumar el acto más egoísta que puedo hacer… crear otro ser humano.

Nerea Bárez