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Que tendencia más curiosa la que tenemos últimamente de echarle la culpa de nuestros errores a las emociones.
Si metemos la pata solemos considerar que fue por actuar “de modo poco racional”, o por ser “excesivamente emocionales”. Igualmente, tendemos a engrandecer a la gente que no expresa o controla sus emociones hasta rozar lo robótico. Pero, ¿esto realmente tiene sentido?

Para empezar, veamos qué son y para qué sirven. Básicamente, las emociones son las respuestas que da nuestro organismo a cada situación. Son el resultado de una valoración automática, para la que nuestro cerebro se basa en la información consciente e inconsciente que tiene respecto al dato en cuestión. Lo más importante es comprender que tienen una función totalmente adaptativa, esto es, nos sirven para la supervivencia. Y podemos decir que más o menos hay acuerdo en que las básicas, con las que todos nacemos, son 6: miedo, ira, tristeza, alegría, sorpresa y amor. Estas emociones constituyen nuestra artillería, nuestras principales herramientas para enfrentarnos al mundo, defendiéndonos de los peligros y aproximándonos a las cosas necesarias.

Sin embargo, y pese a que son todas importantes y necesarias, en nuestra cultura suelen clasificarse cotidianamente como “buenas” o “malas” y frecuentemente, se considera que la emoción, es algo contrapuesto a la razón. La neurociencia, sin embargo, nos demuestra que esto se encuentra bastante alejado de la realidad. Todas, tanto las agradables como las desagradables, son biológicas, universales e imprescindibles para adaptarnos al mundo y sobrevivir. Y por lo tanto, teniendo esto en cuenta, no podemos considerar que el cerebro use de forma separada la emoción y la razón. Como cita Richard Lázarus, prestigioso científico estudioso de la emoción, ésta es más bien, el producto de la razón, ya que se deriva del modo en el que valoramos lo que está sucediendo en nuestras vidas. Así, aunque no lo parezca, nuestras respuestas emocionales siguen reglas lógicas y claras; otra cosa bien distinta, es que no sepamos cuáles son.

A veces ciertas emociones pueden resultar inapropiadas en el contexto social, pero, ¿eso significa que sea la emoción la que se equivoca?
Tal vez no sea adecuado expresar cierta emoción en una situación determinada, porque existen normas sociales que lo prohíben… o porque hacerlo, afecta a la persona que tenemos en frente… Pero muy seguramente, si el cerebro activa una respuesta emocional en ese momento, sus sabios motivos tendrá. ¿Qué sucede en estos casos? Pues bien, a veces, que muchas personas tienen un esquema erróneo sobre las emociones. Por ejemplo, cuando alguien juzga un llanto como una respuesta de debilidad, o un enfado y el decir consecuentemente “no” como una respuesta de mala educación….

Socialmente, se nos enseña cómo y dónde emocionarnos… y en muchas ocasiones, lo injustificado es la regla que nos impide emocionarnos, y no la emoción. Ahora, bien es cierto que, en otras ocasiones, sin que nuestro cerebro se haya vuelto loco, sí es posible que se haya confundido. Pero no por algo arbitrario o absurdo, si no por un aprendizaje que le lleva a activar las emociones ante situaciones en las que, objetivamente, no son necesarias. Por ejemplo, si yo siento una respuesta de miedo intenso ante un león, es evidente que estoy actuando emocionalmente con mucho sentido. Ese miedo seguramente me salve del ataque del león, ya que me hará, con toda probabilidad, actuar hacia una posible supervivencia, por ejemplo, activando todo mi organismo para ponerme a correr como alma que lleva el diablo. No obstante, si yo siento ese mismo miedo ante un gatito casero que se me acerca ronroneando…. Es evidente que mi cerebro se confunde, al valorar dicha situación como peligrosa, y hacerme correr como si ese gato fuera un león de una tonelada. ¿Qué puede estar pasando aquí? Muy probablemente, mi cerebro esté siendo racional dentro de su propia lógica… muy probablemente, alguna experiencia anterior haya quedado grabada en mi memoria, tal vez incluso en la memoria implícita (la inconsciente) convirtiendo, en lo que a mi respecta, al gato en un león. Imaginemos que, teniendo solo 3 añitos, el gato de unos amigos me arañó en la cara traicioneramente, provocándome una fuerte y desagradable sorpresa (otra emoción, por cierto) tras la cual, me puse a llorar desconsoladamente (segunda emoción, razonable en este caso, ¿o no?) y por lo que mi madre, presente en aquella escena, me regañó, ya que “me había repetido mil veces que dejara de tocarle las narices al gato” (lo que seguramente, me generó una rabia intensa , tercera emoción en juego, y muy probablemente, aumentó y alargó esa desagradable experiencia emocional); e incluso, para colmo, tras terminar la regañina, mi madre me llevó al baño para lavarme la cara, descubriéndome yo misma ante el espejo un arañazo sanguinoliento en la mejilla… y generándome esto, por supuesto, la cuarta emoción más probable en estos casos… miedo. Muy posiblemente, como solo tenía 3 años, este recuerdo pasó a formar parte de mi memoria, pero de una forma algo tenue, y tal vez, quedaron registrados en mi almacén de información los olores y sensaciones relacionados con el gato, pero tal vez, no quedó la historia como tal… Lo que está claro es que mi cerebro, que está incesantemente trabajando en pro de mi supervivencia, guardó el estimulo “gato” para siempre como algo peligroso, y me advertirá de ahí en adelante, cada vez que vea uno, para que tenga cuidado y no vuelva a repetirse la misma situación. Quizás de mayor, el dueño del gato no comprenda mi alarmante reacción ante el pobre minino, inofensivo, que sólo quería hacerme unas carantoñas. Pero mi cerebro y por lo tanto, mi cuerpo con su rápida respuesta, solo trata de sobrevivir basándose en los datos que tiene almacenados. Al fin y al cabo… ¿no hace lo mismo si se asusta ante un león? Ya sea a través de la propia información que de algún modo tenemos guardada en forma de instinto, o de lo que hemos visto y aprendido sobre los leones a lo largo de toda nuestra vida, nuestro cerebro sabe que un león es peligroso. Y de igual modo, a través de las experiencias, propias o ajenas, irá sabiendo qué otras cosas pueden ser potencialmente peligrosas. A veces se confunde, es cierto. Pero ese error es el precio de la supervivencia.

Por lo tanto, las emociones, todas ellas, son respuestas necesarias. Nos ayudan a sobrevivir. Son sanas y necesarias. Nos motivan. Nos orientan. Nos ayudan a comunicarnos. Son iguales para todos, y cuando digo todos, digo todos los seres humanos del planeta. Lo único que cambia, es el cómo nos moldean para expresarlas. Pero sentirlas, las seguiremos sintiendo. Si las reconocemos, las comprendemos, y sabemos porqué aparecen, podremos gestionarlas mejor, y ayudar a que se activen realmente cuando sí son necesarias. Así que, ¿no será mejor dejar de considerarlas enemigas?

Escrito por: Nerea Bárez (Psicóloga)